Rompiendo los estereotipos asociados tradicionalmente a la figura del abogado, Beatriz Arazo decidió emprender hace seis años una aventura que revive puntualmente cada mes de agosto. Sus vacaciones son para desconectar de todo: sin estrés, sin televisión, sin reloj, sin prisas, sin internet y sin muchas comodidades; pero para conectar consigo misma y con otro mundo, que también es el nuestro, aunque la gran mayoría no lo conozcamos.

Desde 2010, su destino vacacional no es otro que Benín, un pequeño país africano entre Togo y Nigeria al que llegó por primera vez con una beca de cooperación internacional de la Diputación. Ahora, cada año viaja hasta allí por su cuenta para seguir trabajando con niños de la calle; pequeños de cuatro, cinco o seis años que han echado de sus casas, han sido vendidos como esclavos o son hijos no reconocidos.

El proyecto consiste en sacar a esos niños de la calle, tratar de reorganizar a sus familias, escolarizarlos y, cuando terminan la etapa escolar, continuar con los talleres para que aprendan un oficio.

“Pienso que soy egoísta, porque con el paso del tiempo me he dado cuenta de que realmente lo hago por mí”, dice Beatriz; “me vengo con una energía…”. Y es que, según cuenta, a pesar de las penurias y las condiciones en las que viven “los ves todo el tiempo sonrientes, son felices, comparten lo poco que puedan tener”. “El sentimiento de alegría y esas ganas de vivir no son las que tenemos aquí”, concluye.

Evidentemente, cualquier persona no está preparada para afrontar situaciones del tipo que se viven allí: “Quieren a personas que sean capaces de adaptarse a ellos y a su forma de vida”. Pero, a pesar de todo, “lo positivo supera a lo negativo”. En cualquier caso, es necesario pasar un duro proceso de selección, pruebas médicas y vacunas para ser cooperante internacional; un procedimiento que Beatriz ocultó a su familia porque “pensaba que no me iban a coger”.

Según cuenta, en Benín todo es una fiesta. Los funerales, por ejemplo, consisten en varios días de celebraciones de familias y amigos, que visten sus mejores galas y sonrisas para despedir al difunto. Allí, las lágrimas casi no se entienden: “Los niños se enfadaron conmigo el primer año cuando me despedía de ellos porque estaba llorando. Creían que no había sido feliz con ellos”.

Durante el resto del año también intenta ayudarles en la distancia. Antes de las fiestas navideñas, organiza una recogida de alimentos en colaboración con la Facultad de Derecho de la Universidad para mandarlos al país. Además, intenta involucrar a todo el que puede; “soy muy pesada” con amigos, compañeros… Estos, “al principio, me veían como medio loca y, ahora, me ven como a una loca cuerda”.