Fernando Vergel Araujo
Letrado y vicedenano del Colegio de Abogados de Huelva

Desde hace varios años, la entrada de la canícula propicia una eclosión de autoestima de los Colegios de Abogados y de sus colectivos y asociaciones que garantizan con un considerable grado de eficacia el derecho a la defensa de aquellas personas que, por falta de medios económicos, precisan de la asistencia jurídica gratuita consagrada constitucionalmente, sin más compensación que esporádicos agradecimientos de los justiciables y una remuneración que sólo puede calificarse de vergonzante.

Al margen de las justas reivindicaciones que se plantean sobre esta problemática, para que alguna vez puedan encontrar una respuesta positiva de las administraciones públicas competentes, resulta necesario aludir a una cuestión, periférica si se quiere, pero que empieza a preocupar por el progresivo incremento que viene observándose, que concierne a las exigencias que en muchas ocasiones se plantean por los beneficiarios de tal derecho, en cuanto a las relaciones mantenidas con el abogado que les ha sido asignado para la defensa de sus intereses, exigencias que hacen a veces muy difícil o casi imposible el desempeño de la función encomendada y que suelen finalizar de manera indeseada para ambas partes.

Con independencia de la problemática que puede surgir en relación con los supuestos de insostenibilidad, que la limitación de espacio impide abordar en este comentario, estamos asistiendo a una peligrosa hipertrofia del ejercicio de los derechos que corresponden al beneficiario de la justicia gratuita en sus encuentros y/o desencuentros con el abogado que le ha correspondiendo en turno de oficio, provocándose una sustancial alteración del clima de confianza que debe presidir las relaciones entre abogado y cliente, con grave detrimento del derecho de autonomía profesional consagrado en el artículo 23 de la vigente Ley reguladora de esta modalidad de ejercicio de la profesión.

La Carta de Derechos y Deberes del ciudadano ante la Justicia Gratuita elaborada por la Comisión de Asistencia Jurídica Gratuita del Consejo General de la Abogacía, establece el derecho del beneficiario: a recibir atención del abogado designado con la inmediatez que el caso requiera, en forma y lugar adecuados; a ser informado sobre  la viabilidad de su pretensión; a ser informado sobre el estado del procedimiento y de las resoluciones dictadas en el mismo, así como de la procedencia de los recursos que puedan interponerse; y en último término, a formular ante el Colegio de Abogados cualquier queja que, pudiera suscitar la intervención del profesional asignado, mientras que, en la contrapartida de los deberes, el beneficiario debe guardar respeto y consideración a quien le ha correspondido la defensa de sus intereses.

Como en otros muchos ámbitos de la actividad humana, los derechos y deberes se deslizan por caminos divergentes con amplia prevalencia de los primeros sobre los segundos, que se agudiza cuando el solicitante de la Justicia Gratuita acude a este beneficio con un cierto complejo de justiciable de segunda categoría, frente al poderoso que puede afrontar con desahogo los elevados honorarios que perciben los abogados de reconocido prestigio, complejo que se desarrolla en una inicial desconfianza que, debido a la consuetudinaria lentitud judicial, llega a desembocar en una insoportable animadversión.

Dentro de esta perversión del sistema, pueden destacarse como más circunstancias distorsionantes relativamente frecuentes, la representada por quienes pretenden imponer una determinada línea de actuación del abogado de oficio, mientras que, una segunda modalidad, está representada por aquellos beneficiarios cuya mayor pretensión radica en la plena disponibilidad del profesional designado.

Ejemplos reales de ambas posturas está, por una parte, el reciente record de unos beneficiarios que, después de obtener una satisfacción parcial de sus pretensiones en primera instancia, en la que intervinieron sucesivamente tres abogados de libre contratación, se acogieron en las posteriores instancias a la gratuidad de la justicia con intervención de hasta cinco abogados de oficio (de momento), alguno de los cuales han sido víctimas de una severa admonición porque, según creencia del justiciable, el abogado de oficio tiene que seguir, sin posibles discrepancias y con total acatamiento, las instrucciones impartidas por aquél (propias o inducidas, añadimos por nuestra parte).

Por otro lado, la pretendida asistencia continua y permanente ha llegado al paroxismo de que tras una experiencia personal de un abogado de oficio con la persona beneficiaria, consistente en una consulta ininterrumpida de cuatro horas, que finalizó por la salida del último autobús de línea a su localidad de residencia, recibió una llamada de la misma persona, una vez llegada a su domicilio, para formularle una nueva consulta o aclaración de la anterior, o aquella otra letrada que fue objeto de una queja en el Colegio porque tras la enésima vez de ser abordada en su domicilio particular un fin de semana en horas y días inhábiles, se negó de forma contundente a prestarle asistencia.

Un prestigioso jurista olvidado ya en el pozo de la historia, opinó hace muchos años que el colectivo de abogados, conformaba la infantería de la jurisprudencia y, por ende, de la administración de justicia. En la actualidad, cuando la asistencia jurídica ha pasado de ser un derecho y un honor, a un deber profesional, a cambio de una misérrima contraprestación económica, se han convertido en los grandes héroes desconocidos encargados de preservar y garantizar el derecho constitucional a la defensa de cualquier ciudadano con independencia de su situación económica.

Con el más respetuoso de los reconocimientos hacia aquellos otros colectivos que dedican su trabajo, su tiempo y hasta su dinero en aras de la protección de los más desfavorecidos, los abogados que desarrollan el turno de oficio han adquirido un compromiso social del que pueden sentirse legítimamente orgullosos, porque en tan transcendental función empeñan también sus conocimientos, su prestigio y su responsabilidad.